sábado, 8 de agosto de 2009

El gringo

LA INSTALACIÓN


Creo que Merceditas nos miraba con cierta lástima. Con sus casi setenta y tres debíamos parecerle niños perdidos, desterrados. Siempre estábamos en la mesita de recibo de su despacho esperando que algo pasase. El principio de semestre traía a nuestras vidas un territorio conocido, lazos, nuevos rostros, nuevas calles. Anónimos, metíamos la nariz entre las revistas y los anuncios, de vez en cuando alguno se encargaba de escudriñar en la oficina de Merceditas para estudiar a sus contertulios.

Todos los miércoles con la precisión del reloj llegaba un gringo. Un tipejo desfachatado. La única persona que se atrevía a romper el silencio ceremonioso de la Secretaría General del Instituto con una carcajada a la que generalmente seguía la risita contagiosa de Merceditas. Los tres nos quedábamos sentados esperando enterarnos del tema de sus conversaciones, pero solo nos llegaba la carcajada. Merceditas no nos había hecho ni un comentario, y el gringo no parecía interesado en saber quiénes éramos o qué cosa hacíamos sentados a la mesa del despacho cada lunes, cada miércoles, que eran los días de sus visitas.

Llegamos a Santafé de Bogotá justo finalizando noviembre, como las clases empezarían solo a principios de febrero y había que hacer el proceso de selección y matrícula, pues nos dedicamos a estar por ahí. Convencidos de que la presencia reiterada en el Instituto sería garantía del ingreso. Tal vez tres visitas por semana, meterse a la biblioteca, hablar con los funcionarios regulares, leer las carteleras y saludar a los directivos. Dígame Doctor, si es tan amable.

El día de conocer al gringo no se haría esperar. Eso sí, no estaríamos los tres para hacerlo. A él solo le interesaba una de nosotros. Merceditas nos contó después que desde el primer día, a pesar de su aparente indiferencia, lo primero que había hecho había sido preguntar por ella. ¿Quién es? Le dijo a Merceditas ¿De dónde viene? me gusta Merceditas, preséntamela. Entonces, Merceditas le contó lo mal que andábamos. Ni tres meses en Santafé de Bogotá y ya sin dinero. Dicen que a la oportunidad la pintan calva.

Desde el día en que el gringo preguntó por ella y el sábado siguiente solo hubo una visita más. Taimado el gringo, o cauteloso, no se sabe. Pero nos dejó la dirección con Merceditas. Ella empezó a ir a su apartamento, primero solo los sábados. Lavaba su ropa de gigante con pequeñas manos. Al gringo ni se le ocurrió preguntarle si sabía hacer el oficio, qué se iba a imaginar que ella venía de una infancia, de una adolescencia, de una juventud llena de privilegios, de ser la niña de los ojos de su papá.

Ella iba emocionada, nosotros la llevábamos hasta la esquina y nos sentábamos en la tienda de Don Miguel. La esperábamos jugando cartas con el viejo que también le llevaba ganas desde el primer día en que la vio. Así es ella. Nada especial, pero despierta en ciertos hombres una ansiedad de perro, muy útil para los tres. A ella eso parecía no molestarle, yo creo que a veces ni se daba cuenta. Solo cuando alguno se le arrimaba y ella se sentía acosada, entonces peleaba un poco con ella misma y, torpemente, a veces, termina por sacudirse a los tipos. Creo que de vez en cuando se iban desencantados, pero siempre los vi volver e intentar de nuevo la conquista. Hasta que se cansaban del todo. Recuerdo que en Medellín uno le llegó a gritar que al final de cuentas ella era sólo una estúpida. Y ella se quedó pasmada mucho tiempo. Con la certeza de que eso era cierto en alguna medida.

Lavaba la ropa en un patio gigantesco, había una fuente en la mitad, amarillenta por falta de uso. Pero las figuras impecables de unos niños regordetes y glotones que escupirían agua por la boca si los dejaran, daba la sensación de decoro suficiente para olvidar que esa era una pensión más de las muchas que había sobre la cuarta con séptima. La alberca era igualmente enorme y desproporcionada, quedaba justo debajo de la ventana interior de la habitación del gringo. Desde el principio ella contó que él se asomaba de vez en vez a verla lavar. A ella, ingenua como es, le pareció que quería supervisar el trabajo. No le importó que la viera enredada con sus pantalones enormes, duros, difíciles de lavar, pues, el agua se demoraba para mojar las fibras, el jabón se negaba a hacer espuma y por más que restregaba los bordes de los bolsillos o las puntas de los ruedos, estos siempre se veían negros del hollín de la ciudad.

Luego, el maldito gringo la hacía lavar su ropa interior. Sus calzoncillos blancos, tipo boxer. Cagados o llenos de sus secas secreciones. Pero ella estaba feliz, él no solo le pagaba sino que cada sábado, primero, le daba el almuerzo. El gringo cocinaba delicioso. Cuando podía ella nos traía sobras. Un pedazo de pollo asado, cebollas deliciosamente doradas al fuego lento, una torta de fruta.

A pesar de que las cosas parecen carecer de movimiento, instaladas como están por las rutinas, los cambios siempre están operándose en todo. O estamos en sus efectos o estamos en sus preludios. Siempre estamos en el movimiento mismo. Un sábado llegamos a la esquina del viejo y el gringo estaba esperándola. No pareció sorprendido de verla con nosotros. La miró con algo que me pareció ternura y le dijo que ese sábado no había ropa para lavar. Ella se quedó tiesa, casi indecente en su silencio inexpresivo. Entonces, él se apresuró a decir que quería verla por la noche. Salir con ella.


LOS DEMONIOS

La vi salir vestidita de amarillo en una ciudad café, gris, negra. Estaba feliz de poder entrar a un bar, de poder tomarse una cerveza de escuchar música a todo volumen. Tanto que no dejó espacio para las advertencias, para los consejos. Para que le dijéramos que el gringo quería comérsela esa noche y que eso no debía pasar, no todavía. Que era muy pronto, además, ella era la única que había pasado el primer proceso de selección y ella era la única que había sido llamada a la segunda entrevista. Así que tenía la responsabilidad de estar fresca y sensata. Solo le recordamos que la entrevista era a las ocho y treinta del lunes, que tal vez era mejor dedicar el domingo a repasar los materiales, que podíamos conversar de nuevo sobre los temas. Estaba muy linda con el cabello rizado sobre los hombros y los ojos iluminados por la promesa de la música.

Volvimos a verla el lunes, llevaba un buzo azul doblado en exceso para que diera su tamaño del brazo. Habíamos estado desesperados todo el fin de semana, y ansiosos por saber si se había presentado a la entrevista. Llegamos justo sobre las ocho y treinta, no sé cuánto tiempo pasó hasta que la vimos salir, estaba distinta. Rebosaba una especie de lucidez rara en ella, habló más de la cuenta, aunque no la escuchábamos. Solo recuerdo que en la entrevista le preguntaron sobre las culturas indígenas que aún existen en Colombia. Ella se reía, estaba segura de haber engañado a los entrevistadores, y eso que estábamos en el centro de los estudios lingüísticos del país. No tenía dudas sobre su aceptación a los cursos. Las listas saldrían publicadas al martes siguiente y su nombre estaría allí.

No se habló más del gringo, pero ella empezó a ir también los miércoles. Después de lavar la ropa no volvía a la casa. No quiso que la lleváramos más hasta la tienda de Don Miguel.


EL EXILIO

Para cuando el Gringo apareció en nuestras vidas ya teníamos ese aire de no me importas, entre agresivo y digno, que sólo te da aguantar hambre con estoicismo, vagabundear y dilapidar de todo cuanto se escasea. Éramos tres y la ciudad nos quedaba al dedo. Pocas cosas en qué pensar y muchos libros para la iniciación; vivíamos de inquietudes y palabras intrascendentes; sin quimera para levantarse, sin perspectivas al final de las noches.

Vivir, esa era nuestra objeción a tanta bomba. A la violencia empecinada en las calles, en los caminos alejados de la urbe, en el corazón irascible de los muchachos. No perecer entre las ideas acartonadas ni por los idealismos aventureros de nuestra generación anterior. Nada de fantochería, nada de búsqueda ansiosa de poderes ni glorias fatuas. Vivir cada día como la última noche de Harold, una especie de eternidad vaciada de paraísos y simuladas promesas de futuro.

Bocadillos beleños y frutas viejas, raspado de arroz tostado bañado en la sangre púrpura y dulce del tomate maduro, mientras los versos del capitán se repetían en bronca, bajando de Monserrate, circundando la Caracas, rodeando la espesa exhalación de los autobuses sobre la Séptima, con las palomas seniles vestidas de domingo caminando entre nuestras piernas azuladas en la Plaza Bolívar.

Estábamos de viaje, itinerantes entre una estación y otra del día. De llovizna a sol, de sol a frío bajo los alfeizares, de frío a sombra a más frío, a ventisca en la oscuridad de las calles solitarias, próximos al peligro de caer entre las excreciones tibias o secas de alguno, perro o humano, valiente en todo caso, resuelto, decidido defecante.

Pero los paraísos tienen infiernos, límites, fronteras. El gringo llegó en esa frontera, traía en sus ojos el azul del mar distante y en la piel una constelación de pecas, una risa inconfundible y los pecados inconfesables de muchos años en el trópico con escapadas frecuentes al mundo de afuera. Era pues una extravagancia, un paisaje exótico, una especie de experiencia. Así nos fuimos acercando, venía a nuestro pequeño apartamento cargado de sorpresas, un sombrero de los Yankees, una chaqueta impermeable, crema de maní, pan tostado, café verdaderamente amargo y aromático, cualquier sueño hecho realidad con la decidida facilidad de sus billetes verdes.

Venía para irse, nosotros, por el contrario sabíamos que nuestra aventura tenía que doblegarse finalmente al tiempo, la dilapidación de la juventud se acaba, finalmente tendríamos que sentar cabeza, aceptar que era necesario y conveniente para nuestro fututo, ma du rar. Volveríamos a nuestras pequeñas ciudades, a la provincia. Nubarrón que constituía la única certeza que empujaba en cada uno de nosotros, en una mezcla de vanagloria y derrotada satisfacción, la consideración del límite.

Entre el Gringo y nosotros se levantaba el muro del mutuo desconocimiento, pero éramos todos extranjeros en una ciudad ajena y huraña, a la que bestialmente anónimos poseíamos con la insolente y fresca irreverencia de nuestra juventud, de su estatura, su piel, sus gestos de cosmopolita y su inglés perfecto, exquisito, henchido de vocablos cabales, de tonalidades mansas pero imperiosamente precisas. Una servilleta, por favor. Disculpe ¿esto es una servilleta! Y la servilleta, la cerveza realmente fría o la pimienta se hacían sobre la mesa con redoblada diligencia, con una inmediatez más parecida a la magia que al buen servicio.

El Gringo era el esclavo de los paisanos, el Gringo decía, esta tarde hay coctail en la embajada canadiense y todos estábamos listos para conocer extraños, sonreír ante los meseros, llenarnos de bocadillos y embriagarnos a costa de cualquier razón literaria, musical, algún pintor, un escultor, en ocasiones hasta algún catedrático sobradamente inteligente para estudiar las culturas desaparecidas usando las huellas del presente.

De pronto, el esclavo desaparecía, abandonaba la ciudad sin aviso, nos dejaba entre nostálgicos y revueltos días, semanas, casi hasta un mes. Luego regresaba, como si no se hubiera marchado. Venía más delgado, más rojo que de costumbre, más azules sus ojos color de un mar de más allá. Entre carcajadas y abrazos contaba su nueva e imperturbable aventura: un paseo al macizo, un viaje a la ciudad de la furia, una travesía tortuosa y asombrada a Teotihuacan… en fin, todos esos nombres reconocibles, lejanos, sospechosamente americanos, nuestros, pero imposibles.

Y se reanudaban a marcha forzada las correrías por la ciudad de todos y de nadie, por la Bogotá embelesadora y fría. San Victorino a las doce y a las tres de la madrugada, jaurías de perros tras la única bicicleta entre los cuatro. Atragantados de comida, repletos de pavo relleno, de hamburguesas jugosas, apetitosas, doradas, de torta de frutas, piña para la niña, mora para la señora, zanahoria, naranja, manzana; repletos de risas, de inmediatez y de ociosidad.

Las locuras del Gringo eran venales e impredecibles, inclusive escasas. Una noche tras escapar llegó como siempre, sin previo aviso, la luna descolgaba redonda e intensa como suele ser en ese cargado sereno Bogotano, uno por uno fue envolviéndonos entre las acolchadas sábanas, mientras desternillábamos burlones y ofuscados por el despertar abrupto nos sacó al patio, nos expuso a la luz blanca y perfecta de una luna redonda, imposible. Nos abandonó amarrados entre nuestras sábanas, no podíamos más que amarlo por aquella única visión.

Se repitieron octubre y noviembre, su cumpleaños y los nuestros, su cambio de residencia, su trashumancia, la nuestra. Nada y todo era el signo de una tragedia irremediable. Pero ninguno notó las sutiles marcas de su locura, la noche en que se las vio con el estudiado miserable, que solía pedir limosna para su boleto de regreso a alguna parte, el golpe en la cara del maestro, la acusación de violación que le hiciera alguna chica, su manía cada vez más determinada por manzanas verdes, perfectas, intactas, libres de cualquier marca. Su afición por las glorietas, las tardes en las que se lanzaba decidido ante los autos diplomáticos mientras gritaba satisfecho ¡Señor presidente de la República!, ¡Honorable Senador de la República!,¡ Excelencentícimo Primer Ministro!

Era un río, pero un río crecido por las tormentas, indomable. Pero sus ojos eran tan claros, su estatura era tan alta, su sonrisa amplia tan presta, tan impecable que, espantaban cualquier preocupación.

Empezó a perderse en la ciudad, no sabíamos a dónde iba, simplemente no contestaba al teléfono, no aparecía por las calles de siempre, no iba a vernos. Excepcional el Gringo, insólito, ajeno, extravagante, diferente a todo y todos, sabíamos que nadie le quería, excepto ella, si se le acercaban era para explotarlo, para que pagara una cuenta, para tener algo de qué reír, algo de aventura, con él era fácil. La ciudad le pertenecía como a nadie, podía meterse en cualquier lugar en el norte y ser bien recibido, podía permanecer en cualquier lugar en el centro o en el sur. Estaba siempre como en casa, alguien reiría de sus ocurrencias, alguien querría escuchar una anécdota, alguien, en fin, alguien.

Ese martes habíamos bebido, celebramos el encontronazo. La AEG, Asociación de estudiosos de Griego, realizó un encuentro en la Casa Cuervo, en pleno centro de la Candelaria. Nosotros no nos perderíamos la posibilidad de un buen vino, buenos temas. Era nuestro ambiente, así que ahí estábamos, y ¿el Gringo? También. Llegó acompañado de ella, él se adelantó aunque ya había dado comienzo la primera conferencia de la tarde, a él eso poco le importó. Como si estuviera ante un altar se inclinó poniendo una rodilla en el piso haciendo una profunda reverencia, nosotros reímos, el resto se miró extrañado, menos su amigo del alma, el viejo maestro que lo había invitado, él también sonrió, comprendió. El Gringo estaba loco.

Esa tarde bebimos como siempre, vino rojo, gratuito y sin censura. Celebramos a Aristóteles, a Dionisio, a Diógenes… a la democracia, a la libertad. Nos separamos en la esquina de la cuarta con la séptima. Lo vimos irse, tambaleándose y gritando cualquier cosa, I miss you negee, I´m waiting for you my negee… la última vez que lo vimos entraba al caserón de inquilinato en el que ocupaba un segundo piso de un solo ambiente. Soñamos con la vista sepia de la tarde lluviosa desde alguna de sus ventanas gigantescas y empezamos a extrañarlo.

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