miércoles, 13 de enero de 2010

La Draconta

En un afán por no sentirse mal, se negó. Empezó a suprimir aspectos de su emoción, que hoy mismo la sorprenden. El llanto, por ejemplo, decidió, no sé con qué razones, desterrarlo. No llorés, se decía, no quiero verte llorando, además, el llanto nada arregla, a nada conduce. Fue así como condenó a su pobre pena a una especie de extinción extraña, pues, por más fuertes que fueran sus reprimendas, más profundamente se iba manifestando su cuerpo. Nunca antes había padecido tanto, físicamente fue siempre una mujer muy sana. Pero, de pronto, juntamente cuando sus razones estaban más inclinadas a la fortaleza, a asumir con madurez su destino, el cuerpo le enviaba mensajes cifrados.

Libraba, en su aterradora soledad, las batallas que se negaba a comprender. Por entonces, el rostro se le cubrió de barros y empezó a engordar desordenadamente. En cualquier circunstancia, incluso la más anodina, se veía a punto de derramarse en lágrimas. Se volvía una draconta, pero no lo sabía.

Dejó al destino, a dios, a otras fuerzas
y poderes sus sensaciones y temores; se refugió en el día a día; engañó hasta a sus mismos sueños, desde donde solía hablar consigo misma y empezó a entenderlos reducidamente como fantasías sarcásticas de retazos y hechos de su vida diurna. Se suprimió al suprimir todo acto del pensar.

Negó de sí la fantasía. Es más, a ella atribuyó ser la fuente de todo fracaso. Se tornaba vulnerable al mantenerse en un grado de infantilismo nihilista. Repugnó de sí lo más constante y se perdía. Desaparecía ante su propia mirada, sin si quiera percatarse.

Entonces, el espíritu suyo vino como siempre al rescate, era tan de otro mundo como alguien que ha muerto hace mucho, mucho tiempo, y sin embargo, renace en otro de vez en vez, solo para salvarse. Nada podría desear más que reconocerlo en cada ocasión, pero eso le estaba vedado. De manera que no insistía, pero le dejaba ser y en la soledad, así, en medio del tedio y la desazón, entendía. Se decía, era él, era él ¿qué me estaría diciendo? Esta vez se burlaba de ella. Hacía parodia de su pena, de sus estallidos, de sus escapadas. Y ella no lo supo ver.

Cuando regresó a donde él estaba, era tarde. Se había ido llevando consigo su pudor. Después intentó comprender. Algo le dice que este invierno volverá el llanto y desaparecerán los surcos que se han hecho sobre su rostro. Que dejara escapar sus emociones y encontrará de nuevo palabras para expresar. Volverá a hablar, entonces, cuando se sumen las noches y los días sean largos y ella vaya descalza por la casa con las ventanas abiertas y la boca sea otra vez un ejército de sacristanes libando.

martes, 12 de enero de 2010

Un salsaludo para La Banda

Vaya sorpresa generosa la voz tuya en alguna parte, las estrellas que puedo ver solo cuando la noche ha sobrepasado el meridiano y las calles en las que solo deambulan algunas gentes. Las gentes que más me gustan, los bohemios y las que buscan amores. ¡Qué difícil hablar por teléfono!, ¡qué inapropiadas las palabras! Escasos y limitados los gestos. Pero ¡qué alegre razón!, ¡qué alegre motivo! una modulación, una cadencia y un nombre. Es bello, como tu voz, como esa permanencia tan tuya en las cosas.

Sí, a vos tenía que llamarte con motes inapropiados, te conocí ese día más que ninguno otro... quería quedarme a tu lado, amanecer cerquita y saber cómo respirás cuando dormís, a qué olés cuando te despertás. Pero vos me has enseñado que todo se bifurca y discurre por caminos paralelos. Cuando te llamé, no pensé en llorar... la noche había sido perfecta, un nuevo bar todo lleno de señales, un 66 ineludible, un barquito, unos zapaticos italianos... ¿los zapatos viejos?, en fin... un letrero en el espejo del baño: "¿quién te lo prohíbe?”

La música, te decía, la música es un lugar de encuentro. Te acompaño. Iré a verte. Te lo prometo. No sé cómo, pero caminaremos y me enseñarás las calles desde las montañas y me dejarás sola porque estarás muy ocupado resolviendo tus asuntos cotidianos. Suéñate en el cine y despiértate en el autobús, disfruta el aire que se arremolina pesado en el parque de los Pies Descalzos y déjate caer en el de los Deseos mientras acondicionan la pantalla para el concierto del viernes por la noche. Esperame en el reloj de Colombia con la 70, ¿te acordás que fue el primero, junto con el de la Avenida Oriental con la Playa? Allí donde quedamos casi todos para el concierto del Willie Colon, ¿quién iba a imaginarse que a Willie se le aguaría la gira y que tendría que dejar plantados a los cientos de fanáticos que éramos? Pero el reloj en toda su novedad nos salvó del disturbio, de las sillas que volaron sobre las cabezas de los desprevenidos, de los gritos de rabia y desconsuelo de los que pagaron las boletas más caras y estuvieron de primeros para estar más cerca del escenario.

Una trama que te nombra

"Nada se entiende porque esto no es para entender
sólo para cantar
Para seguir el ritmo quebrado e inoperante de la bestia que calcula y disfruta

La claridad de lo que se asoma al otro lado de nuestro cuerpo
es una claridad que debe ser transformada embarruntada
en el adjetivo preciso en el verbo cabalgante de los fantasmas

Dentro de mi se libera la primera batalla la única la imponderable
Dentro de mi las catapultas se aquilatan y lanzan bolas de fuego a las mentes cansadas
que han sido usurpadas por la literalidad de las cosas
por la realidad aclamada que los rebaños estrujan en sus bolsillos

La dinamita de mis palabras es más fuerte que doce mil guerras mundiales
más apetitosa que la jauría de las mujeres desnudas que asombran a los adolescentes

Vengan
Apártense de la ya gastada canción y entonemos el himno de la fuerza de la paciencia
de la creación
Construyamos la vertiente de los dominios del solitario
Creemos nuevos dioses y habitemos la fragua y el ágora y la sinagoga que los sueños dejan
en las manos de la noche


Anímense a brotar del llanto a que nos obliga la carroña putrefacta del poder
Rompamos la bizantina lucha de los contrarios y pluralicemos el mundo
los límites ya no son una manifestación de lo imposible
los umbrales se multiplican y vivimos en ellos como si dijéramos casa hueco piedra

Síganse hasta el cansancio y allí donde duele el mundo
emprendan unas guerras conciliadoras en sus adentros

No abandonen el camino que no es camino sino hacedura constante azar vaticinio
Comulguen con el poema brinden con la música atesoren el baile
y distribuyan el gesto

Escriban en sus noches agotadas
Caminen y enciendan la virulencia con las prédicas que los sujetan
Atemoricen al bastardo al inmisericorde al líder que arroba debajo de la mesa
la comida de los perros

El mundo nos aniquila
pero nosotros somos más grandes!"

Este uno de los temas de Reencarnación, es un rock que se hace con los mismos sonidos de la banda que se mantiene con sus pocos fans desde hace unos 25 años y que no hace más que hablar de otra cosa que no sea Medallo, tal vez pocos los escuchan y son sus seguidores pero sus temas se seguirán escuchando mientras a Víctor le queden noches de desvelo.

sábado, 8 de agosto de 2009

El gringo

LA INSTALACIÓN


Creo que Merceditas nos miraba con cierta lástima. Con sus casi setenta y tres debíamos parecerle niños perdidos, desterrados. Siempre estábamos en la mesita de recibo de su despacho esperando que algo pasase. El principio de semestre traía a nuestras vidas un territorio conocido, lazos, nuevos rostros, nuevas calles. Anónimos, metíamos la nariz entre las revistas y los anuncios, de vez en cuando alguno se encargaba de escudriñar en la oficina de Merceditas para estudiar a sus contertulios.

Todos los miércoles con la precisión del reloj llegaba un gringo. Un tipejo desfachatado. La única persona que se atrevía a romper el silencio ceremonioso de la Secretaría General del Instituto con una carcajada a la que generalmente seguía la risita contagiosa de Merceditas. Los tres nos quedábamos sentados esperando enterarnos del tema de sus conversaciones, pero solo nos llegaba la carcajada. Merceditas no nos había hecho ni un comentario, y el gringo no parecía interesado en saber quiénes éramos o qué cosa hacíamos sentados a la mesa del despacho cada lunes, cada miércoles, que eran los días de sus visitas.

Llegamos a Santafé de Bogotá justo finalizando noviembre, como las clases empezarían solo a principios de febrero y había que hacer el proceso de selección y matrícula, pues nos dedicamos a estar por ahí. Convencidos de que la presencia reiterada en el Instituto sería garantía del ingreso. Tal vez tres visitas por semana, meterse a la biblioteca, hablar con los funcionarios regulares, leer las carteleras y saludar a los directivos. Dígame Doctor, si es tan amable.

El día de conocer al gringo no se haría esperar. Eso sí, no estaríamos los tres para hacerlo. A él solo le interesaba una de nosotros. Merceditas nos contó después que desde el primer día, a pesar de su aparente indiferencia, lo primero que había hecho había sido preguntar por ella. ¿Quién es? Le dijo a Merceditas ¿De dónde viene? me gusta Merceditas, preséntamela. Entonces, Merceditas le contó lo mal que andábamos. Ni tres meses en Santafé de Bogotá y ya sin dinero. Dicen que a la oportunidad la pintan calva.

Desde el día en que el gringo preguntó por ella y el sábado siguiente solo hubo una visita más. Taimado el gringo, o cauteloso, no se sabe. Pero nos dejó la dirección con Merceditas. Ella empezó a ir a su apartamento, primero solo los sábados. Lavaba su ropa de gigante con pequeñas manos. Al gringo ni se le ocurrió preguntarle si sabía hacer el oficio, qué se iba a imaginar que ella venía de una infancia, de una adolescencia, de una juventud llena de privilegios, de ser la niña de los ojos de su papá.

Ella iba emocionada, nosotros la llevábamos hasta la esquina y nos sentábamos en la tienda de Don Miguel. La esperábamos jugando cartas con el viejo que también le llevaba ganas desde el primer día en que la vio. Así es ella. Nada especial, pero despierta en ciertos hombres una ansiedad de perro, muy útil para los tres. A ella eso parecía no molestarle, yo creo que a veces ni se daba cuenta. Solo cuando alguno se le arrimaba y ella se sentía acosada, entonces peleaba un poco con ella misma y, torpemente, a veces, termina por sacudirse a los tipos. Creo que de vez en cuando se iban desencantados, pero siempre los vi volver e intentar de nuevo la conquista. Hasta que se cansaban del todo. Recuerdo que en Medellín uno le llegó a gritar que al final de cuentas ella era sólo una estúpida. Y ella se quedó pasmada mucho tiempo. Con la certeza de que eso era cierto en alguna medida.

Lavaba la ropa en un patio gigantesco, había una fuente en la mitad, amarillenta por falta de uso. Pero las figuras impecables de unos niños regordetes y glotones que escupirían agua por la boca si los dejaran, daba la sensación de decoro suficiente para olvidar que esa era una pensión más de las muchas que había sobre la cuarta con séptima. La alberca era igualmente enorme y desproporcionada, quedaba justo debajo de la ventana interior de la habitación del gringo. Desde el principio ella contó que él se asomaba de vez en vez a verla lavar. A ella, ingenua como es, le pareció que quería supervisar el trabajo. No le importó que la viera enredada con sus pantalones enormes, duros, difíciles de lavar, pues, el agua se demoraba para mojar las fibras, el jabón se negaba a hacer espuma y por más que restregaba los bordes de los bolsillos o las puntas de los ruedos, estos siempre se veían negros del hollín de la ciudad.

Luego, el maldito gringo la hacía lavar su ropa interior. Sus calzoncillos blancos, tipo boxer. Cagados o llenos de sus secas secreciones. Pero ella estaba feliz, él no solo le pagaba sino que cada sábado, primero, le daba el almuerzo. El gringo cocinaba delicioso. Cuando podía ella nos traía sobras. Un pedazo de pollo asado, cebollas deliciosamente doradas al fuego lento, una torta de fruta.

A pesar de que las cosas parecen carecer de movimiento, instaladas como están por las rutinas, los cambios siempre están operándose en todo. O estamos en sus efectos o estamos en sus preludios. Siempre estamos en el movimiento mismo. Un sábado llegamos a la esquina del viejo y el gringo estaba esperándola. No pareció sorprendido de verla con nosotros. La miró con algo que me pareció ternura y le dijo que ese sábado no había ropa para lavar. Ella se quedó tiesa, casi indecente en su silencio inexpresivo. Entonces, él se apresuró a decir que quería verla por la noche. Salir con ella.


LOS DEMONIOS

La vi salir vestidita de amarillo en una ciudad café, gris, negra. Estaba feliz de poder entrar a un bar, de poder tomarse una cerveza de escuchar música a todo volumen. Tanto que no dejó espacio para las advertencias, para los consejos. Para que le dijéramos que el gringo quería comérsela esa noche y que eso no debía pasar, no todavía. Que era muy pronto, además, ella era la única que había pasado el primer proceso de selección y ella era la única que había sido llamada a la segunda entrevista. Así que tenía la responsabilidad de estar fresca y sensata. Solo le recordamos que la entrevista era a las ocho y treinta del lunes, que tal vez era mejor dedicar el domingo a repasar los materiales, que podíamos conversar de nuevo sobre los temas. Estaba muy linda con el cabello rizado sobre los hombros y los ojos iluminados por la promesa de la música.

Volvimos a verla el lunes, llevaba un buzo azul doblado en exceso para que diera su tamaño del brazo. Habíamos estado desesperados todo el fin de semana, y ansiosos por saber si se había presentado a la entrevista. Llegamos justo sobre las ocho y treinta, no sé cuánto tiempo pasó hasta que la vimos salir, estaba distinta. Rebosaba una especie de lucidez rara en ella, habló más de la cuenta, aunque no la escuchábamos. Solo recuerdo que en la entrevista le preguntaron sobre las culturas indígenas que aún existen en Colombia. Ella se reía, estaba segura de haber engañado a los entrevistadores, y eso que estábamos en el centro de los estudios lingüísticos del país. No tenía dudas sobre su aceptación a los cursos. Las listas saldrían publicadas al martes siguiente y su nombre estaría allí.

No se habló más del gringo, pero ella empezó a ir también los miércoles. Después de lavar la ropa no volvía a la casa. No quiso que la lleváramos más hasta la tienda de Don Miguel.


EL EXILIO

Para cuando el Gringo apareció en nuestras vidas ya teníamos ese aire de no me importas, entre agresivo y digno, que sólo te da aguantar hambre con estoicismo, vagabundear y dilapidar de todo cuanto se escasea. Éramos tres y la ciudad nos quedaba al dedo. Pocas cosas en qué pensar y muchos libros para la iniciación; vivíamos de inquietudes y palabras intrascendentes; sin quimera para levantarse, sin perspectivas al final de las noches.

Vivir, esa era nuestra objeción a tanta bomba. A la violencia empecinada en las calles, en los caminos alejados de la urbe, en el corazón irascible de los muchachos. No perecer entre las ideas acartonadas ni por los idealismos aventureros de nuestra generación anterior. Nada de fantochería, nada de búsqueda ansiosa de poderes ni glorias fatuas. Vivir cada día como la última noche de Harold, una especie de eternidad vaciada de paraísos y simuladas promesas de futuro.

Bocadillos beleños y frutas viejas, raspado de arroz tostado bañado en la sangre púrpura y dulce del tomate maduro, mientras los versos del capitán se repetían en bronca, bajando de Monserrate, circundando la Caracas, rodeando la espesa exhalación de los autobuses sobre la Séptima, con las palomas seniles vestidas de domingo caminando entre nuestras piernas azuladas en la Plaza Bolívar.

Estábamos de viaje, itinerantes entre una estación y otra del día. De llovizna a sol, de sol a frío bajo los alfeizares, de frío a sombra a más frío, a ventisca en la oscuridad de las calles solitarias, próximos al peligro de caer entre las excreciones tibias o secas de alguno, perro o humano, valiente en todo caso, resuelto, decidido defecante.

Pero los paraísos tienen infiernos, límites, fronteras. El gringo llegó en esa frontera, traía en sus ojos el azul del mar distante y en la piel una constelación de pecas, una risa inconfundible y los pecados inconfesables de muchos años en el trópico con escapadas frecuentes al mundo de afuera. Era pues una extravagancia, un paisaje exótico, una especie de experiencia. Así nos fuimos acercando, venía a nuestro pequeño apartamento cargado de sorpresas, un sombrero de los Yankees, una chaqueta impermeable, crema de maní, pan tostado, café verdaderamente amargo y aromático, cualquier sueño hecho realidad con la decidida facilidad de sus billetes verdes.

Venía para irse, nosotros, por el contrario sabíamos que nuestra aventura tenía que doblegarse finalmente al tiempo, la dilapidación de la juventud se acaba, finalmente tendríamos que sentar cabeza, aceptar que era necesario y conveniente para nuestro fututo, ma du rar. Volveríamos a nuestras pequeñas ciudades, a la provincia. Nubarrón que constituía la única certeza que empujaba en cada uno de nosotros, en una mezcla de vanagloria y derrotada satisfacción, la consideración del límite.

Entre el Gringo y nosotros se levantaba el muro del mutuo desconocimiento, pero éramos todos extranjeros en una ciudad ajena y huraña, a la que bestialmente anónimos poseíamos con la insolente y fresca irreverencia de nuestra juventud, de su estatura, su piel, sus gestos de cosmopolita y su inglés perfecto, exquisito, henchido de vocablos cabales, de tonalidades mansas pero imperiosamente precisas. Una servilleta, por favor. Disculpe ¿esto es una servilleta! Y la servilleta, la cerveza realmente fría o la pimienta se hacían sobre la mesa con redoblada diligencia, con una inmediatez más parecida a la magia que al buen servicio.

El Gringo era el esclavo de los paisanos, el Gringo decía, esta tarde hay coctail en la embajada canadiense y todos estábamos listos para conocer extraños, sonreír ante los meseros, llenarnos de bocadillos y embriagarnos a costa de cualquier razón literaria, musical, algún pintor, un escultor, en ocasiones hasta algún catedrático sobradamente inteligente para estudiar las culturas desaparecidas usando las huellas del presente.

De pronto, el esclavo desaparecía, abandonaba la ciudad sin aviso, nos dejaba entre nostálgicos y revueltos días, semanas, casi hasta un mes. Luego regresaba, como si no se hubiera marchado. Venía más delgado, más rojo que de costumbre, más azules sus ojos color de un mar de más allá. Entre carcajadas y abrazos contaba su nueva e imperturbable aventura: un paseo al macizo, un viaje a la ciudad de la furia, una travesía tortuosa y asombrada a Teotihuacan… en fin, todos esos nombres reconocibles, lejanos, sospechosamente americanos, nuestros, pero imposibles.

Y se reanudaban a marcha forzada las correrías por la ciudad de todos y de nadie, por la Bogotá embelesadora y fría. San Victorino a las doce y a las tres de la madrugada, jaurías de perros tras la única bicicleta entre los cuatro. Atragantados de comida, repletos de pavo relleno, de hamburguesas jugosas, apetitosas, doradas, de torta de frutas, piña para la niña, mora para la señora, zanahoria, naranja, manzana; repletos de risas, de inmediatez y de ociosidad.

Las locuras del Gringo eran venales e impredecibles, inclusive escasas. Una noche tras escapar llegó como siempre, sin previo aviso, la luna descolgaba redonda e intensa como suele ser en ese cargado sereno Bogotano, uno por uno fue envolviéndonos entre las acolchadas sábanas, mientras desternillábamos burlones y ofuscados por el despertar abrupto nos sacó al patio, nos expuso a la luz blanca y perfecta de una luna redonda, imposible. Nos abandonó amarrados entre nuestras sábanas, no podíamos más que amarlo por aquella única visión.

Se repitieron octubre y noviembre, su cumpleaños y los nuestros, su cambio de residencia, su trashumancia, la nuestra. Nada y todo era el signo de una tragedia irremediable. Pero ninguno notó las sutiles marcas de su locura, la noche en que se las vio con el estudiado miserable, que solía pedir limosna para su boleto de regreso a alguna parte, el golpe en la cara del maestro, la acusación de violación que le hiciera alguna chica, su manía cada vez más determinada por manzanas verdes, perfectas, intactas, libres de cualquier marca. Su afición por las glorietas, las tardes en las que se lanzaba decidido ante los autos diplomáticos mientras gritaba satisfecho ¡Señor presidente de la República!, ¡Honorable Senador de la República!,¡ Excelencentícimo Primer Ministro!

Era un río, pero un río crecido por las tormentas, indomable. Pero sus ojos eran tan claros, su estatura era tan alta, su sonrisa amplia tan presta, tan impecable que, espantaban cualquier preocupación.

Empezó a perderse en la ciudad, no sabíamos a dónde iba, simplemente no contestaba al teléfono, no aparecía por las calles de siempre, no iba a vernos. Excepcional el Gringo, insólito, ajeno, extravagante, diferente a todo y todos, sabíamos que nadie le quería, excepto ella, si se le acercaban era para explotarlo, para que pagara una cuenta, para tener algo de qué reír, algo de aventura, con él era fácil. La ciudad le pertenecía como a nadie, podía meterse en cualquier lugar en el norte y ser bien recibido, podía permanecer en cualquier lugar en el centro o en el sur. Estaba siempre como en casa, alguien reiría de sus ocurrencias, alguien querría escuchar una anécdota, alguien, en fin, alguien.

Ese martes habíamos bebido, celebramos el encontronazo. La AEG, Asociación de estudiosos de Griego, realizó un encuentro en la Casa Cuervo, en pleno centro de la Candelaria. Nosotros no nos perderíamos la posibilidad de un buen vino, buenos temas. Era nuestro ambiente, así que ahí estábamos, y ¿el Gringo? También. Llegó acompañado de ella, él se adelantó aunque ya había dado comienzo la primera conferencia de la tarde, a él eso poco le importó. Como si estuviera ante un altar se inclinó poniendo una rodilla en el piso haciendo una profunda reverencia, nosotros reímos, el resto se miró extrañado, menos su amigo del alma, el viejo maestro que lo había invitado, él también sonrió, comprendió. El Gringo estaba loco.

Esa tarde bebimos como siempre, vino rojo, gratuito y sin censura. Celebramos a Aristóteles, a Dionisio, a Diógenes… a la democracia, a la libertad. Nos separamos en la esquina de la cuarta con la séptima. Lo vimos irse, tambaleándose y gritando cualquier cosa, I miss you negee, I´m waiting for you my negee… la última vez que lo vimos entraba al caserón de inquilinato en el que ocupaba un segundo piso de un solo ambiente. Soñamos con la vista sepia de la tarde lluviosa desde alguna de sus ventanas gigantescas y empezamos a extrañarlo.

viernes, 12 de diciembre de 2008

Como pájaros en el aire

Colina abajo: Ana, Lina y la segunda cuyo nombre es Olvido; cuesta arriba: Elena, María y la pequeña cuyo nombre todavía no es importante para este relato. Bien, digamos que es un día de esos festivos, de esos que tanto gustan a las personas de las nuevas sociedades, las sociedades del trabajo. Pero digamos también que esta historia ocurre en otros tiempos cuando las personas trabajaban con cierta displicencia por el ocio, que ya esto del trabajar les proporcionaba ciertos goces, encuentros con otras personas, pequeños retos que hacían la diferencia entre un día y el siguiente, es decir, esas cosas que hacen que el tiempo parezca ir hacia alguna parte y nosotros con él.
En estos días, digamos los días inútiles, los días para las pequeñas e insorportables discusiones familiares, los días en que se entretejen las razones y los atropellos en el camino de la juventud, estas seis chicas se encuentran. Están demasiado distantes para hablarse y para que las palabras encadenadas no pierdan algún eslabón hasta convertirse en viento, canto de algún pájaro, susurro de los árboles que desesperezan sus hojas al aterceder. Así que ellas, en un acuerdo tácito toman asiento las unas frente a las otras, separadas - como hemos advertido- por cañadas, por la pendiente que se despeña entre rocas y trozos de césped pisoteado por las vacas, por los naranjos y el mandarino, por el arroyuelo y la carretera. Son tres chicas abajo de la pendiente: Ana, Lina y Olvido y tres chicas arriba: Elena, María y la más pequeña. Una imagen especular si no fuera porque Olvido debería ocupar el puesto de María y Lina el de la más pequeña. Bien, una vez sentadas una frente a la otra, separadas así por la distancia de una en una, sin orden ni constancia empiezan a desgranar canciones al toque de palabras. Así, a veces las de abajo dicen una palabra y las de arriba empiezan a entonar una canción que la contenga y viceversa. Hasta que la luz del día cede su turno a la noche, que en este paraje de otros tiempos es imposible para la luz eléctrica.

sábado, 6 de septiembre de 2008

Un filósofo, un hombre

Cuando nos vimos en la cafetería de Derecho, había pasado demasiado tiempo desde tus confesiones inconclusas y mis muchas ideas sobre vos y él. Las guerras han ocurrido, los hombres han pasado días enteros matando frente a frente, siempre al enemigo. ¿Hay un plan para cada uno de nosotros? ¿la semilla, las eses, las hojas secas y muertas? Los infelices, que han mandado a la guerra tras banderas e ilusas fronteras, han muerto o ya no recuerdan más que sangre.

Vos hacías parte de la guerra, un filósofo, un hombre. Cuando me contaron que habías muerto ¿esperé? un suicidio. No fue así, el cielo se te cayó encima y tuve que pasar sobre tu cuerpo hundido en la oscuridad de tu noche.

Ahora, como siempre, el recuerdo va hacia a vos, se hace montaña, sube por las calles empinadas de C. viene y va a caballo o entre la recua de las mulas, está en la molienda, huele a café recién molido.

lunes, 18 de agosto de 2008

El sueño del lobo

Volvía del sueño a la hora precisa, cuatro minutos para las tres. No era ya la noche pero la madrugada se haría esperar. Una hora en que la puerta quedaba entreabierta para penetrar más allá de lo conocido o quizá fuera al contrario y era precisamente la hora en que lo otro, lo no sabido, penetraba en nosotros. Mejor fuera dormir y permanecer inconsciente, ingenuo o simplemente desconocedor.

El lobo se dejará cazar, obtendremos la sabiduría de algún desconocido que nos acogerá en su casa y luego, torpemente nos lanzaremos a la tarea. En nuestra mediocridad creeremos haberlo comprendido todo, cuando el desconocido solo ha dicho una mínima parte de lo que sabe nosotros hemos tomado su conocimiento como suficiente, y nos lanzamos con él a la caza del lobo. Y como él ha dicho, el lobo se muestra, el lobo se entrega a nosotros. Entonces empieza a surgir la duda, las preguntas son agobiantes, no sabemos ahora qué hacer con el lobo que se ha entregado manso, estado en el que no permanecerá mucho tiempo.

Qué haremos ahora con el lobo que no es uno, pues dada la facilidad de su entrega hemos aceptado manadas. Estamos perdidos y el desconocido sonríe, él sabe y sabía desde antes que en nuestro afán por saberlo todo, estaba nuestra perdición. Pero él sabe qué hacer con las manadas, ésta es su decisión. Como al principio, como siempre, estamos en sus manos, somos sus inquilinos escasos de conocimiento, sus inquilinos irremediablemente pequeños, balbuceantes, detenidos en un estado de inconciencia insuficiente para la comprensión.