miércoles, 13 de enero de 2010

La Draconta

En un afán por no sentirse mal, se negó. Empezó a suprimir aspectos de su emoción, que hoy mismo la sorprenden. El llanto, por ejemplo, decidió, no sé con qué razones, desterrarlo. No llorés, se decía, no quiero verte llorando, además, el llanto nada arregla, a nada conduce. Fue así como condenó a su pobre pena a una especie de extinción extraña, pues, por más fuertes que fueran sus reprimendas, más profundamente se iba manifestando su cuerpo. Nunca antes había padecido tanto, físicamente fue siempre una mujer muy sana. Pero, de pronto, juntamente cuando sus razones estaban más inclinadas a la fortaleza, a asumir con madurez su destino, el cuerpo le enviaba mensajes cifrados.

Libraba, en su aterradora soledad, las batallas que se negaba a comprender. Por entonces, el rostro se le cubrió de barros y empezó a engordar desordenadamente. En cualquier circunstancia, incluso la más anodina, se veía a punto de derramarse en lágrimas. Se volvía una draconta, pero no lo sabía.

Dejó al destino, a dios, a otras fuerzas
y poderes sus sensaciones y temores; se refugió en el día a día; engañó hasta a sus mismos sueños, desde donde solía hablar consigo misma y empezó a entenderlos reducidamente como fantasías sarcásticas de retazos y hechos de su vida diurna. Se suprimió al suprimir todo acto del pensar.

Negó de sí la fantasía. Es más, a ella atribuyó ser la fuente de todo fracaso. Se tornaba vulnerable al mantenerse en un grado de infantilismo nihilista. Repugnó de sí lo más constante y se perdía. Desaparecía ante su propia mirada, sin si quiera percatarse.

Entonces, el espíritu suyo vino como siempre al rescate, era tan de otro mundo como alguien que ha muerto hace mucho, mucho tiempo, y sin embargo, renace en otro de vez en vez, solo para salvarse. Nada podría desear más que reconocerlo en cada ocasión, pero eso le estaba vedado. De manera que no insistía, pero le dejaba ser y en la soledad, así, en medio del tedio y la desazón, entendía. Se decía, era él, era él ¿qué me estaría diciendo? Esta vez se burlaba de ella. Hacía parodia de su pena, de sus estallidos, de sus escapadas. Y ella no lo supo ver.

Cuando regresó a donde él estaba, era tarde. Se había ido llevando consigo su pudor. Después intentó comprender. Algo le dice que este invierno volverá el llanto y desaparecerán los surcos que se han hecho sobre su rostro. Que dejara escapar sus emociones y encontrará de nuevo palabras para expresar. Volverá a hablar, entonces, cuando se sumen las noches y los días sean largos y ella vaya descalza por la casa con las ventanas abiertas y la boca sea otra vez un ejército de sacristanes libando.

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